Historia de una Impostura
Mario Caponnetto y
Miguel De Lorenzo
Centro Pieper, 26
DE MAYO DE 2024
Reproducimos en
nuestro Blog del Centro Pieper este sustancioso artículo sobre el Padre Carlos
Mugica, publicado originalmente en el Diario La Prensa de Buenos Aires,
Argentina. Su exaltación es parte de un “Relato Setentista” Eclesiástico que no
busca «reconciliarse con la verdad histórica», señalan sus autores.
[LaPrensa/CentroPieper]
Este mes de mayo, el 11 para ser más precisos, se han cumplido cincuenta años
del asesinato del Padre Carlos Mugica, el reconocido “cura villero” o “cura de
los pobres” como suelen denominarlo sus panegiristas. El aniversario ha dado
ocasión a una desmesurada exaltación de su figura: grandes homenajes eclesiásticos,
derroche de elogios y ditirambos y hasta la instalación de una llamada “carpa
misionera” frente a la Catedral Metropolitana de Buenos Aires con la obvia
autorización del Arzobispo García Cuerva y la activa participación del Vicario
General Monseñor Carrara.
La Jerarquía
Católica que, salvo pocas y honrosas excepciones, viene promoviendo desde hace
tiempo una suerte de “relato setentista” eclesiástico (véase al respecto la
obra en tres tomos La verdad los hará libres, una historia burdamente sesgada
de los años setenta llevada a cabo directamente por encargo de la Conferencia
Episcopal Argentina) no parece dispuesta a reconciliarse con la verdad
histórica ni a admitir las antiguas complicidades de algunos de sus miembros
con el terrorismo subversivo. Por el contrario, no oculta su empeño en mantener
una impostura a tono con la “historia oficial” impuesta a palos desde hace
cuarenta años. Contra esta falsificación, alertaba George Bernanós: “Existe una
conspiración contra el mal, no para destruirlo, sino para disimularlo”.
Esto explica la
exaltación de Mugica. Efectivamente, Mugica es una figura emblemática de ese
“setentismo” ominoso y sangriento, metamorfoseado en epopeya, convertido en una
imaginaria “lucha de liberación” en pro de los pobres. Porque digamos de una
vez por todas la verdad: en esa historia real de los setenta, no la ficticia,
una nada despreciable cantidad de católicos (obispos, sacerdotes, religiosas y
laicos) fueron activos protagonistas y, por ende, responsables, de ese gran
baño de sangre que nos sumió en el dolor y la muerte. Mugica fue, en este
sentido, uno de los personajes más reconocidos (aunque no se le pueden atribuir
las máximas responsabilidades); por eso hoy se ha convertido en la bandera
enarbolada por vastos sectores católicos y la misma Jerarquía de la Iglesia en
la Argentina, en ese intento de “disimular el mal” del que nos alertaba
Bernanós.
Hemos oído hablar
en estos días de Mugica como el mártir de los pobres; la palabra mártir es muy
especial y adquiere un sentido muy hondo y sugestivo. Supone que alguien ha
sido despojado de su vida por odio a la fe. Pero la realidad es muy otra y lo
decimos sin la menor animosidad contra la figura del Padre Mugica: por el
contrario, la vida y la muerte de este sacerdote nos mueven más bien a una
profunda tristeza: Mugica es la parábola viviente de una tragedia que sacudió a
la par a la Iglesia y a la Patria. Por eso, su muerte nada tuvo de la gloria
del martirio cristiano: fue solo el horrible episodio de una sórdida lucha
interna de facciones y epílogo, a la vez, de un camino lleno de errores y
desaciertos, de idas y de retornos.
RELATO
INSOSTENIBLE
Pero si a esta
altura de los hechos en Argentina, el relato “laico” de los años setenta ha
sido ampliamente rebatido y sólo subsiste en los que de él viven (o en los
obcecados pese a toda evidencia), no pasa lo mismo con el relato eclesiástico.
Si bien mucho se ha escrito acerca del fenómeno, ya mencionado, del gravísimo
compromiso de amplios sectores católicos con el marxismo revolucionario de los
años setenta, todavía no se ha hecho una evaluación profunda de su significado;
y nos referimos, fundamentalmente, de su significado a la luz de la Fe. Porque
lo que ocurrió entonces en la Iglesia fue, por sobre todas las cosas, algo que
afectó de manera esencial la Fe. Esta tarea está pendiente y lo seguirá estando
mientras la Jerarquía Católica persista inexplicablemente en ignorar el
problema o, lo que es peor, en exaltar sus consecuencias presentándolas como
frutos evangélicos.
Pero la verdad
insistimos, es bien distinta. Mugica fue uno de los tantos frutos de muerte de
la herejía progresista, modernista y tercermundista que desgarró, y aún
desgarra, a la Iglesia. En aquella época de imaginarias primaveras conciliares,
se deslizaron por las venas de la Iglesia toda suerte de errores y de
extravíos. La Teología de la Liberación, típico producto “teológico” europeo
trasladado a nuestra América por los misioneros del nuevo credo, dio el clima
ideológico en el que pulularon las más extrañas aventuras eclesiásticas, entre
ellas, el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo del que Carlos Mugica
fue mentor y líder entre nosotros.
Aquel movimiento
implicaba, en esencia, una grave adulteración del Evangelio de Cristo, de la
naturaleza y de la misión del sacerdocio católico al tiempo que consumaba una
radical ruptura con el Magisterio de la Iglesia. Para aquellos clérigos
tercermundistas (y cuantos con ellos avanzaron por el mismo camino) la misión
del sacerdote católico dejó de estar enraizada en el misterio salvador de
Jesucristo para fundarse en una praxis social liberadora. La pastoral no tenía
ya como objetivo que los hombres vivieran la vida de la gracia y de la unión
plena con Dios sino llevar a los pobres a la toma de conciencia de clase explotada
y a poner en marcha, desde sí mismos y para sí mismos, el proceso
revolucionario que los liberaría de las estructuras capitalistas y burguesas
concebidas como estructuras de pecado. Este proceso revolucionario hacía del
socialismo marxista -entonces considerado ineluctable- su herramienta
principal: el socialismo vino a ser así la encarnación del Evangelio, su
expresión histórica y, por ende, el compromiso ineludible de una Iglesia que
debía para ello, necesariamente, romper con todo cuanto había dicho, predicado
y enseñado. El Concilio Vaticano II, recientemente concluido, era apreciado
como la voz de orden de ese cambio y los sacerdotes, y católicos en general,
que así pensaban se sintieron la vanguardia profética de esa Iglesia nueva,
para un mundo nuevo y por un hombre nuevo.
Hubo más. Puesto
que la praxis revolucionaria era, ahora, inseparable de la pastoral, antes
bien, se identificaba con ella, se planteaba el problema del método de dicha
praxis. ¿Era la lucha armada, asumida por aquel entonces en Argentina e
Hispanoamérica por el castrocomunismo y sus variantes, un camino lícito para
los cristianos? No todos respondieron afirmativamente a esta pregunta, pero un
número nada despreciable de sacerdotes dio inequívocamente su absoluta
conformidad. De este modo, no sólo algunos sacerdotes tomaron las armas sino,
lo que fue más grave, arrastraron a centenares de jóvenes católicos a la
aventura de la guerrilla. En ella, no pocos, mataron y murieron; pero no por
Cristo y su Evangelio sino por la falsa utopía revolucionaria bajo la
inspiración de Marx, de Castro y de Ernesto Guevara. Esta es la verdad, la que
los hombres de nuestra generación hemos visto y vivido de modo directo. No hay
otra.
ALGUNOS
TESTIMONIOS
¿Qué papel jugó
exactamente Carlos Mugica en todo esto que acabamos de reseñar? Una lectura
objetiva de sus actos y de sus textos nos permite advertir que, gracias a Dios,
nunca perdió totalmente de vista el sentido sobrenatural del sacerdocio.
También hay que destacar, en honor a la verdad completa, que hacia el final de
su vida asumió su cuota de responsabilidad por la ola de violencia desatada en
Argentina, así como su total ruptura con Montoneros a los que había animado y
acompañado en sus momentos iniciales. También nos consta, por dichos de
testigos directos, que esa conciencia de culpabilidad lo torturaba y
angustiaba, sobre todo en los meses inmediatamente previos a su muerte.
Sabía, y lo decía
con verdad, que la misión del sacerdote es llevar al hombre al pleno desarrollo
de lo que hay en él de divino. Pero enseguida caía en un funesto error que lo
hacía retroceder. “Para Cristo -escribía en Peronismo y Cristianismo- cada
hombre es imagen y semejanza de Dios, por lo tanto, ofender a un hombre es
ofender a Dios. Y el rol del que es ministro de Cristo es asumir la defensa del
hombre, y sobre todo del pobre, del oprimido. Hay gente que dice: Ah, ustedes
los sacerdotes, tanto hablar ahora de los pobres, ¿por qué no se ocupan de los
ricos? Creo que sí, el sacerdote tiene el deber de ocuparse de los ricos. Su
misión frente a los ricos es interpelarlos. Lo que pasa es que los ricos no
quieren que uno se ocupe de ellos. Porque mi misión como sacerdote es
denunciarlos. Yo tendría un problema de conciencia si no le hiciera ver al rico
que, si no cambia de vida, debe poner sus bienes al servicio de la comunidad”
(Peronismo y Cristianismo, Buenos Aires, 1973. Fuente: http://www.elortiba.org/pdf/Carlos_Mugica-PeronismoyCristianismo.pdf).
Claro está que
esta oposición dialéctica entre ricos y pobres de pecunia es radicalmente falaz
pues presupone que el pobre es inmaculadamente bueno y el rico perdidamente
malo: el corazón del hombre es mucho más profundo y el drama del pecado mucho
más abisal que estas superficialidades sociológicas. Vale recordar a Sciacca:
“El progreso modifica la superficie, pero los estúpidos se contentan con eso
porque niegan la grandeza y la profundidad que no saben ver”.
Más adelante, en
el mismo libro, su opción por el socialismo quedaba netamente expresada: “Por
eso, como movimiento, los Sacerdotes del Tercer Mundo propugnamos el socialismo
en la Argentina como único sistema en el cual se pueden dar relaciones de
fraternidad entre los hombres. Que cesen las relaciones de dominación para que
haya relaciones de fraternidad. Un socialismo que responda a nuestras
auténticas tradiciones argentinas, que sea cristiano, un socialismo con rostro
humano, que respete la libertad del hombre” (ibídem).
Su confusión,
empero, llegaba a la cima cuando, sin más, asimilaba el Evangelio a las
ideologías materialistas y ateas del marxismo: “Yo me opongo violentamente a
todos los que pretenden reducir a Cristo al papel de un guerrillero, de un
reformador social. Jesucristo es mucho más ambicioso. No pretende crear una
sociedad nueva, pretende crear un hombre nuevo y la categoría de hombre nuevo
que asume el Che, sobre todo en su trabajo El Socialismo y el Hombre, es una
categoría netamente cristiana que San Pablo usa mucho” (ibídem). Y volvemos a
Sciacca: “Creer que el mal puede ser vencido únicamente por obra del hombre;
creer en la felicidad en la tierra, en sustitución de una vida vivida a la luz de
la verdad es, por cierto, la última victoria del mal, la más peligrosa
tentación de Satanás”.
Su ubicación
frente a la lucha armada fue ambigua: “Ahora lo que sucede es esto: en concreto
encontramos en América Latina -incluso en nuestro país- una situación de
violencia institucionalizada. Es la violencia del hambre. Como dice Helder
Cámara «El General hambre mata cada día más hombres que cualquier guerra». Es
decir que existe la violencia del sistema, el desorden establecido. Frente a
este desorden establecido yo, cristiano, tomo conciencia de que algo hay que
hacer y me encuentro entre dos alternativas igualmente válidas: la de la no
violencia en la línea de Luther King o la de la violencia en la línea del Che
Guevara; hablando en cristiano la violencia en la línea de Camilo Torres. Y
pienso que las dos opciones son legítimas” (“Entrevista al Padre Mugica”.
Fuente: Revista 7 Días, junio de 1972).
Es evidente, pues,
que Carlos Mugica sucumbió a todos los errores de una herejía de cuño
modernista y progresista que, en el fondo, no fue ni es otra cosa que una grave
adulteración del Evangelio y de la Fe. ¿Cómo es posible poner en la misma línea
del hombre nuevo paulino, el hombre cristiano redimido por Cristo, la utopía
marxista, signada ab intrinseco por el ateísmo más radical? ¿Qué falló aquí?
Pues no otra cosa que la entera teología. Sus errores respecto del orden
político social, su concreta opción por el socialismo, constituyeron antes que
una equivocada opción política una contradicción expresa de la Fe de los
Apóstoles y del Magisterio auténtico de la Iglesia.
Sí, es cierto: el
Vaticano II no condenó al comunismo; pero tampoco levantó las condenas que
pesaban sobre él. Pese a todo, cuando Mugica optaba por el socialismo, seguía
vigente, por ejemplo, el Decreto de la Suprema Congregación del Santo Oficio,
del 1 de junio de 1949, confirmado después por el Dubium del 4 de abril de 1959
que prohibía expresamente a todos los católicos la colaboración en cualquier
terreno con el comunismo y consideraba a quienes violaban esta prohibición
“apóstatas de la fe” incursos en “excomunión reservada de modo especial a la
Sede Apostólica”. También regía plenamente la condena sin matices del Papa Pío
XI en Divini Redemptoris, documento donde no sólo, ni principalmente, se
declara al comunismo “intrínsecamente malo” (su afirmación más difundida) sino
en el que se pone de manifiesto su carácter radical de falsa promesa redentora
opuesta a la verdadera Promesa de Cristo, es decir, la promesa del hombre que
se endiosa levantada en guerra inconciliable contra la Promesa de Dios hecho
hombre. ¿Dónde está la proclamada fidelidad de Mugica al Magisterio de la
Iglesia?
ADVERTENCIA
DESOÍDA
Pero hubo algo más
inmediato y próximo. La creciente actividad del llamado Movimiento de Sacerdotes
para el Tercer Mundo provocó una intervención directa del Episcopado Argentino
de aquella época. En su Declaración del 12 de agosto de 1970, afirmaban los
Obispos: “«Adherir a un proceso revolucionario … haciendo opción por un
socialismo latinoamericano que implique necesariamente la socialización de los
medios de producción del poder económico y político y de la cultura»
(Declaración del Tercer Encuentro del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer
Mundo. Santa Fe, 2 de mayo de 1970), no corresponde ni es lícito a ningún grupo
de sacerdotes ni por su carácter sacerdotal, ni por la doctrina social de la
Iglesia a la cual se opone, ni por el carácter de revolución social que implica
la aceptación de la violencia como medio para lograr cuanto antes la liberación
de los oprimidos”.
Unos párrafos más
arriba, los Obispos exhortaban: “Lo que buscamos y queremos ahora es la
reflexión seria y obligada de conocer bien y respetar la verdad de la Iglesia,
en puntos básicos claramente enseñada por ella, para rectificar rumbos, deponer
actitudes y, si es necesario, para hacer penitencia, que significa cambiar de
mentalidad, a fin de pensar como piensa la Iglesia, con ella y en ella,
cooperando así a su obra de salvación”.
Los
tercermundistas respondieron a este llamado episcopal con un extenso Documento
en el que consideraban el texto de los obispos “insuficiente, intemporal y
parcial”, lo ponían en contradicción con otros textos (la famosa Declaración de
Medellín, especialmente), por lo que se veían obligados no sólo a “integrar”
sino a tomar “opciones pastorales” (en detrimento de la obediencia, desde
luego, a sus obispos ordinarios), para terminar con unas abstrusas
elucubraciones pseudo eclesiológicas a la luz de un difuso “espíritu del
Concilio” (cf. Reflexiones en torno a la declaración de la Comisión Permanente
del Episcopado del 12 de Agosto de 1970, Córdoba, 3 y 4 de octubre de 1970).
No tenemos
noticias de que, tras la advertencia de los Obispos, el Padre Mugica (más allá
de su ya mencionada ruptura con Montoneros) haya abandonado sus posiciones
tercermundistas. Por el contrario, resulta claro que las mantuvo. Otra vez la
pregunta: ¿dónde está la fidelidad al Magisterio legítimo de la Iglesia?
COLOFÓN
No escribimos con
la intención de acusar a nadie. No nos mueve siquiera el deseo, legítimo por lo
demás, de reivindicar personas y hechos que, en esa misma época, marcaron una
genuina reacción católica contra el desvarío progresista; hechos y personas
injustamente olvidados. De eso habrá tiempo cuando lo disponga Dios. Tampoco
nos mueven “memorias históricas” ni el anhelo de una justicia demasiado humana,
apenas un miserable remedo de la Justicia de Dios a la que nos encomendamos.
No. Sólo nos mueve la Fe. Esa Fe peligra si hoy a las nuevas generaciones de
católicos (y pensamos sobre todo en los sacerdotes) se les propone un relato
eclesial sesgado y se le presentan como modelos de vida personajes que, cuanto
menos, obligan a un respetuoso silencio.
Insistimos: lo más
grave de Mugica no fueron ni sus opciones políticas, ni sus compromisos
temporales, ni su identificación con este o aquel sector político, ni siquiera
su ambigua posición frente a la lucha armada, a la que finalmente se opuso sin
ambages tras la llegada de Perón al gobierno en 1973, oposición que tal vez fue
la causa de su muerte.
Lo grave, lo
decisivamente grave, es que contribuyó como pocos, en una Iglesia convulsa y
confundida, a adulterar la Fe que recibió en su bautismo y que se comprometió a
predicar el día de su ordenación. Puso al servicio de esta Fe adulterada los
indiscutibles talentos que poseía, los rasgos de una personalidad fascinante
que arrastraba y cautivaba auditorios y una pasión desbordante que, finalmente,
lo llevó a morir. No cuestionamos su santidad personal. ¿Con qué derecho lo
haríamos? Cuestionamos el significado y también la resignificación de su figura
en el fondo trágica porque es, reiteramos, la parábola de una gran tragedia que
los hombres de nuestra generación hemos vivido y que sigue gravando nuestras
vidas.
Tal vez, después
de todo, Mugica, sacerdos in aeternum, fue más víctima que victimario: la
víctima de un tiempo confuso y oscuro que hoy, abrumados por la ideología del
odio, algunos se empeñan en seguir llamando primavera.
Elevamos a Dios,
con toda el alma, nuestra súplica por el Padre Mugica.